En depresión

10 Ago 2015
En depresión

En la depresión, la abulia, la desgana, la desazón, la apatía, también el desasosiego y sobre todo la tristeza, además de otras muchas maneras de sentir que pudieran proponerse, aparecen siempre, y nunca en solitario. Todos estos estados suelen expresarse en incapacitante compañía, y todos ellos hermanados se expresan al unísono unas veces, otras como solistas, aunque enseguida vienen a ser interpelados los unos por los otros, como si quisieran sugerir socorro con igual protagonismo.

La depresión, es la melancolía de antaño que solo afecta a quienes tienen una especial sensibilidad y unas capacidades intelectivas por encima de lo común, como ya percibió Aristóteles hace casi veinticinco siglos. Esta es la gran paradoja.

La intolerancia hacia la tristeza

Casi todos los escritos que la abordan, la plantean exclusivamente desde el punto de vista descriptivo, es decir, desde lo que se observa en quien la padece y de lo que el especialista, al explorar, interpreta sobre lo que ve (pero no sobre lo que le pasa), para emitir un diagnóstico, por otro lado bastante ramplón, que nada nos dice de la persona que la sufre. Se olvida, con demasiada frecuencia que el conflicto lo padece la persona y se hace drama en la persona, pero no es nunca ni primaria ni únicamente personal.

Su ensimismamiento, para no hablar sobre sus íntimas preocupaciones, salva una parte de su persona que quizá pudiera ser aún más dañada, si el otro, que ahora escucha sus lamentos, calificara a estos como insuficientes y triviales –cosa que ocurre con frecuencia-.

Es por esto, por lo que el “deprimido”, tiende a reservar para sí lo que sabe de lo que le ocurre, guardándolo celosamente ante lo que pudiera ser causa, al referirlo, de inatención. Además hoy, y en esta sociedad tan civilizada en la que convivimos, hay una intolerancia casi crónica hacia la tristeza, como si no estuviera permitido en la vida de uno, más que el estar en permanente gozo... No parece haber consentimiento para sentimientos separados del bien-estar.

Y a pesar de estos imperativos que se nos demandan, ocurre que la melancolía, define un malestar en donde todos nos reconocemos, porque la vida discurre como una secuencia de pérdidas y duelos inacabables, entre momentos de menor afectación. Ese “valle de lágrimas” del que tempranamente fuimos advertidos y del que la sociedad se encarga de que no conservemos memoria ni recuerdo. Y mientras tanto, en la
tristeza, lamemos a solas nuestras heridas, esperando la cicatriz que las recompensen.

Cada caso es único

El que alguien nos diga que está triste, que no tiene gana de nada, que no duerme bien, que llora, que no siente que quiera ni siente ser querido, solo nos dice que el enfermo está en eso que para entendernos decidimos como depresión. Pero todo esto que nos dice, que he referido y que desde luego es importante, no nos aclara nada de su depresión. Porque, lo que la persona está pasando, no es una depresión, sino que es "su depresión", la suya propia, no de nadie más, ni una cualquiera. Y el ser su depresión, nos debe llevar a que esta se produce, indefectible y necesariamente, dentro de su biografía, y por lo tanto en lo por él vivido.

El parecer ausente cuando uno está deprimido, en modo alguno ha de traducirse como falta de relación. Es más, el deprimido, está en constante relación mental con lo que le acontece, esto es, con lo que como vida íntima le causa sufrimiento, aunque no lo manifieste. Incluso manifestándose, esos sentimientos íntimos siguen como íntimos aunque uno crea que dejan de serlo al expresarlos, y esto ocurre así porque no hay identidad entre el sentimiento vivido y el sentimiento expresado... “no hay color”... valga la expresión, entre uno y otro.

Es realmente en la depresión donde la “relación” con todo lo que constituye el mundo de la persona es más intensa. Lo que sucede, es que esa relación, es una relación de él con lo por él sentido, una relación que es dialogada y hablada en particular intimidad. Una relación invisible y no obstante, real, encerrándose en lo que constituye, en ese momento, “su mundo”. Un mundo mental como el que todos tenemos, particular y propio, con el que establecemos contacto a toda hora, pero en el que solo entramos nosotros, cada cual en el suyo, siendo de enorme dificultad el que pueda ser compartido... nos quedaríamos sin él.

No poder-querer hacer

Cuando alguien cae en este estado desolador, es porque ha perdido algo que tiene carácter de principal e insustituible en una escala siempre individual de importancia, cada cual tiene la suya (amor, trabajo, proyecto de vida, sentido de lo hecho...) y dicha pérdida, que además es vivida como irrecuperable, constituye una amputación de la persona: algo, que era mío, deja a la fuerza de serlo. Quedo pues sin ello.

Respecto de la inhibición, que como “incapacidad de hacer” manifiesta la persona deprimida, quiero hacer una observación a este respecto muy precisa, y es la de que cuando decimos que el enfermo es incapaz de hacer, lo que realmente ocurre no es eso, lo que acaece es que la persona deprimida “es incapaz de querer hacer”. Lo que atenaza y, por lo tanto inhibe al deprimido, no es un no poder hacer, sino un no - poder- querer- hacer. Para hacer algo, hay que querer hacerlo; y para querer hacerlo, hace falta poder... querer hacerlo, y al deprimido le falta el deseo: simplemente el deseo... las ganas... no están... por eso no hace, o le cuesta tanto hacer.

Los intentos de la familia

Desconsuela a quienes son próximos que su apoyo no sirva, a pesar de proactivas voluntades. Y es que el deprimido sabe que precisamente “los suyos” lo hacen con el fin de ayudarle, como en una espera de inmediata recuperación. Pero esto, ni repara ni ayuda a pesar de los mejores propósitos. Entre otras cosas porque, por su depresión, se le considera o se le ha considerado ya como incapaz, percepción que ha sido recibida y recordada y cuya fuente proviene de los otros que constituyen su entorno, el más próximo, no tiene otro, constituyéndose por cuenta de esto en “poca cosa” para los demás que tratan de abrigar su mal.

De aquí, que todas las recomendaciones que desde el ambiente familiar o de amistad cercana se le sugieren, con la mejor intención, invitando al enfermo a “animarse”, a hacer... antes que ayudar al deprimido, le hieren... porque ¿qué más quisiera él que poder hacer?... ¿qué más quisiera él que animarse? y sin embargo, no puede, y al no poder, demuestra una vez más su incapacidad ante los demás, pero sobre todo, ante sí mismo, lo que le ocasiona un sufrimiento añadido.

La propuesta, nada fácil desde luego, consiste algunas veces en verificar otro hacer, un hacer distinto de cómo hasta ahora se ha venido haciendo y esto exige tomar algunas decisiones. Pero es muy difícil que quien está deprimido tome nuevas o alternativas decisiones si no tiene un apoyo que sea vivido como tal, aparte del familiarmente ofrecido.