Estamos casi siempre reaccionando de modo automático a lo que ocurre a nuestro alrededor... y en nuestro interior. Si sentimos alguna incomodidad, algún sentimiento medianamente problemático, de modo automático buscamos alguna distracción, algún placer inmediato, comida, café, encender el ordenador, medios sociales, canal de noticias, etc. Cuando sentimos alguna emoción difícil salimos disparados hacia alguna otra cosa en lugar de permitirnos sentir lo que ocurre y habitar nuestra experiencia.
Este es el comportamiento humano más común, y la meditación nos invita a volvernos más conscientes de todo lo que sentimos, lo que hacemos, cómo vivimos y cómo escapamos. Despertar de la ensoñación es volvernos más libres de nuestras reacciones automáticas, de los hábitos y patrones en los que caemos. Volvernos más conscientes nos hace más capaces de decidir, de escoger otro camino de acción que se corresponda más con nuestras mejores aspiraciones, en lugar de limitarnos a ir por la vida evitando el mayor número posible de experiencias negativas o disfrutar el máximo número posible de experiencias placenteras.
En lugar de tirar adelante siguiendo los hábitos que hemos ido adquiriendo, distrayéndonos con esto y aquello, buscando esta satisfacción o aquella, más reconocimiento, admiración, dinero, o esperando a las siguientes vacaciones, en vez de escapar del miedo de estar solo, de envejecer, de no tener nada, vivir de un modo más auténtico, más pleno, aceptando todas nuestras experiencias y sensaciones, afrontando nuestro dolor y el sufrimiento a nuestro alrededor, para vivir de un modo completo, real, y despertar así nuestra compasión.
Es un camino que requiere cierto coraje pues la tendencia es no querer sentir el miedo, la rabia, la inseguridad. Traer curiosidad hacia nuestra vida interior, decidir acompañarnos, cuidarnos, es la manera de poder soltar las cargas de dolor que arrastramos.
Las cargas emocionales se manifiestan siempre en el cuerpo, así que gran parte del trabajo difícil de la meditación es habitar el cuerpo, sentirlo desde dentro, cambiar la dinámica que hace que pasemos gran parte del tiempo de nuestra vida en la mente pensante. Bajar abajo, enraizar.
Y no es solo nuestra propia libertad la que está en juego, en el camino descubrimos que al encarar las experiencias difíciles que cargamos también se transforman las relaciones a nuestro alrededor, abriendo espacios que también hacen posible que otros se liberen.
Y es que cuando decidimos prestar atención a lo que hay en cada momento abrimos espacios que los demás también perciben. Sienten que les estamos dando nuestra presencia, ofreciendo un espacio que les invita a estar presentes también y vivir esa magia del encuentro con el otro, más allá de nuestras agendas personales, fuera de nuestros ensimismamientos más estrechos. Los demás dejan de ser actores secundarios de la película de nuestra vida, que nos ayudan o nos obstaculizan en la persecución de nuestros objetivos, para pasar a ser seres plenos con sus propios anhelos, virtudes, miedos, sufrimientos y fortalezas.
Esa es la gran paradoja y lo bonito de la meditación. Parecía que solo estábamos entrando en nosotros mismos para sentirnos mejor y al poco tiempo descubrimos que comienza a abrirse nuestra perspectiva, se deshacen nudos de contracción y comenzamos a abrirnos a otras personas, a liberarnos de cargas y resentimientos que nos cerraban al mundo y encerraban en nosotros mismos.