La envidia
Para qué engañarnos. Los moldes de la mente humana son estructuras altamente complejas. Enfrentarse a la realidad desde un punto de vista inteligible es un proceso bastante complicado para un ser humano. El acercamiento emotivo no lo es menos; puede ser igual de engorroso o más aún. A pesar de ello, estas estructuras mentales -comprensibles o afectivas- son la única forma que tenemos las personas para relacionarnos con el mundo exterior. La envidia es uno de esos moldes.
La importancia que tienen estas estructuras mentales es mucha, ya que son precisamente ellas las que nos hacen adaptarnos al mundo de una manera óptima o, por el contrario, de una forma ineficaz; nos proporcionan una interpretación de nuestra existencia positiva o negativa; nos marcan la forma en que nos relacionamos unos con otros; contribuyen a nuestra eficacia social, personal y emocional; y también influyen poderosamente en nuestra forma de actuar.
Obviamente, todo esto tiene un reflejo y un impacto en la cuota de felicidad personal de cada individuo, pues la envidia supone sufrimiento. Sufrimiento por no tener; sufrimiento por no ser. Y por supuesto, frustración; mucha frustración por la prosperidad ajena y no la propia.
El molde de la envidia es uno de los más complicados. Se trata de una expresión humana de carácter social. Esto quiere decir que surge de manera instintiva, automática casi, al confrontarnos unos con otros. Dicen que las comparaciones son odiosas y entiendo claramente que el dicho tiene una cierta base científica, pues sentir envidia implica insatisfacción con uno mismo, ya que en la comparación se resalta aquello que no se tiene y se desea.
Pero hay más; detrás de la envidia subyace un serio terror al éxito y a la felicidad ajena. También al bienestar y la prosperidad de los otros. Es como una fuerte pobreza interior. Algunos autores -y yo personalmente- la califican de pobreza espiritual. Y eso se refiere a estar en total desconexión con lo verdaderamente trascendental en el mundo. Para superarla, mucho me temo que se requiere un cambio sustancial de perspectiva que pocos están dispuestos a adoptar.
Este cambio es difícil que se de en la persona, puesto que el origen de la envidia está en la infancia, en la niñez y en el tipo de crianza. Se sabe que la envidia es una emoción que surge en los contextos de tipo social y es precisamente en las edades más tempranas cuando aprendemos a socializar unos con otros. Competitividad y rivalidad en la sociedad actual hacen el resto. La envidia no es sólo una emoción, también es una sensación, un sentimiento y hasta una conducta. Sea como fuere y en cualquier caso, lo que esconde es una forma negativa de experimentar la realidad; una reacción nociva al contexto y al entorno donde surge. Un recuerdo doloroso de lo que no se tiene.
La persona envidiosa suele tener un perfil de baja autoestima, un sentimiento constante de impotencia por no poder digerir sus propias limitaciones, y otro de inferioridad que surge por las carencias propias. Todo ello se mezcla con una sensación de injusticia ante las desavenencias que el mundo ofrece constantemente. A veces, puede coexistir con un sentimiento de culpa por saber que la envidia es -de este modo- incorrecta.
Cuando se siente envidia, el cuerpo reacciona con sentimientos de ira, de rabia, de impotencia y hasta de rencor. Por eso, la salvación es difícil. No obstante, existen algunas actitudes positivas que se pueden aprender y cultivar para lidiar con la amenaza que supone la felicidad y el bienestar externo. Estas actitudes pasan por cuidar y mejorar la propia autoestima, enfocarse en la admiración hacia lo deseado y no en su destrucción y sobre todo, orientarse hacia la propia búsqueda personal en vez de hacia la vida de los demás. En otras palabras, cultivar la bondad de espíritu. No obstante, soy perfectamente consciente de que el mundo así sería muy aburrido…