¿Natural siempre es mejor? Cómo evaluar los remedios

En los últimos años, el interés por los tratamientos naturales ha crecido de forma exponencial. Cada vez más personas buscan soluciones en plantas medicinales, suplementos nutricionales o prácticas complementarias para mejorar su salud, aliviar síntomas o prevenir enfermedades. Esta tendencia responde en parte a una percepción de la medicina convencional como excesivamente técnica, farmacológica o deshumanizada. También a una necesidad legítima de recuperar el protagonismo sobre el propio bienestar.
Sin embargo, este auge de lo natural ha venido acompañado de una enorme cantidad de información imprecisa, promesas exageradas y recomendaciones sin base científica. No es infrecuente encontrar productos que se publicitan como curativos, antioxidantes, depurativos o inmunoestimulantes sin que exista un respaldo real que justifique tales afirmaciones. Lo natural se ha convertido, en muchos casos, en un reclamo comercial más que en una categoría con sentido terapéutico.
Como médico con más de siete años de experiencia clínica, y como observador del comportamiento de los pacientes ante este tipo de productos, he aprendido que no basta con que algo sea natural para que sea útil. Ni siquiera para que sea seguro. La naturaleza ofrece compuestos con efectos fisiológicos reales —la morfina, la digoxina o la aspirina tienen su origen en plantas—, pero también sustancias con potencial tóxico. De hecho, muchas plantas medicinales contienen principios activos que, mal dosificados o indicados, pueden provocar efectos secundarios, interacciones con medicamentos o cuadros clínicos graves.
Esto no significa que debamos rechazar de plano los tratamientos naturales. Al contrario. Existen numerosos suplementos y plantas que han sido evaluados científicamente y que pueden tener utilidad en contextos concretos: la cúrcuma en la artrosis leve, el magnesio en algunos trastornos musculares, los probióticos en patologías digestivas, la melatonina en el insomnio transitorio. Pero para integrar estas opciones en una estrategia de salud seria es imprescindible aplicar un criterio clínico.
¿Qué significa eso? Significa hacer las mismas preguntas que haríamos ante cualquier intervención médica: – ¿Se ha probado en estudios con humanos? – ¿Hay ensayos clínicos bien diseñados que respalden su eficacia? – ¿Se conoce la dosis efectiva y segura? – ¿Puede interferir con otros medicamentos o condiciones? – ¿Cuál es el balance entre beneficios y riesgos? – ¿Qué población se ha beneficiado realmente de su uso?
Cuando estas preguntas no tienen una respuesta clara, la prudencia debe prevalecer. No basta con “leer que funciona”, ni con que “sea natural”, ni con que “le haya ido bien a otra persona”. Las decisiones en salud deben guiarse por algo más que el testimonio o la intuición. Y esto aplica tanto a los medicamentos convencionales como a cualquier suplemento o remedio alternativo.
Otro problema frecuente es el exceso de expectativas. A menudo se presenta lo natural como solución global para el estrés, la fatiga, el dolor o las digestiones. Se generaliza el efecto de un producto aislado sin matizar el tipo de paciente, la causa del síntoma o las variables clínicas asociadas. En otros casos, se usan varios suplementos al mismo tiempo, sin control, sin seguimiento y sin un objetivo claro. Esto genera confusión, gasto innecesario y, en ocasiones, problemas reales.
Como profesional, defiendo un modelo en el que lo natural y lo clínico no se excluyan. Donde la fitoterapia, la suplementación y los cambios de estilo de vida puedan formar parte de una intervención racional, informada y ajustada a cada caso. Pero para eso necesitamos más que productos: necesitamos criterio.
Por eso he creado un proyecto divulgativo donde intento trasladar esta visión con lenguaje accesible y sin promesas. Mi objetivo no es dar consultas privadas ni promover marcas, sino ofrecer una base informativa clara sobre qué funciona, qué no, y qué puede ser incluso contraproducente. Creo firmemente que la educación sanitaria basada en evidencia es el mejor antídoto contra la pseudociencia y la desinformación. Y que el paciente informado es el verdadero protagonista de su salud.
No hay salud sin responsabilidad. Y no hay decisiones responsables sin información de calidad.