Cocreadores: nuestra influencia invisible

19 Sep 2025 lectura de 4 minutos
Cocreadores: nuestra influencia invisible

Durante los años en que la llamada Nueva Era marcaba tendencias en el ámbito del desarrollo personal, una noción se popularizó con fuerza: la de que cada ser humano era, en cierto modo, un creador de su propia realidad. La premisa era sugerente: lo que pienso y siento, aquello en lo que creo profundamente, acaba manifestándose en el mundo que me rodea.

Sin embargo, esta concepción se interpretó a menudo de manera determinista, como si todo dependiera exclusivamente de la vibración individual. El error era evidente: olvidar que no estamos solos, que vivimos en una compleja constelación de causas y efectos donde también interactúan otras personas, comunidades enteras, y hasta fuerzas no humanas que influyen en la existencia.

Hoy, ya con mayor perspectiva, la idea de ser creadores se matiza y se amplía: no somos omnipotentes, pero sí cocreadores. Nuestras acciones, pensamientos y emociones influyen de manera decisiva no solo en nuestra vida, sino también en la de quienes nos rodean, aunque no la determinan.

El plano energético: pensamientos y emociones que generan huellas

Diversas tradiciones y también múltiples testimonios de personas sensibles apuntan a un fenómeno paradigmático: nuestros pensamientos y emociones no desaparecen en el aire, sino que dejan una huella energética. Algunas de esas huellas son efímeras, como pequeñas chispas que se extinguen rápido; otras, en cambio, adquieren consistencia si son compartidas por muchas personas.

Se han utilizado distintos nombres para describir estas formas sutiles: orbes, egregores cuando se trata de acumulaciones negativas etc.. La terminología varía, pero la idea es la misma: cada vez que una emoción se comparte de forma colectiva, se genera algo más grande que la suma de las partes.

Pensemos en un ejemplo cotidiano: la alegría de una excursión al campo. Un solo individuo que la imagina crea una chispa emocional. Pero si miles de personas evocan al mismo tiempo esa sensación de libertad y bienestar (masa crítica), la entidad energética resultante adquiere fuerza e incluso puede condicionar la experiencia de otros.

En ese sentido, somos responsables no solo de lo que vivimos, sino también de lo que contribuimos a proyectar en un plano menos visible (la psicología positiva ha documentado cómo los pensamientos y emociones compartidos pueden amplificar estados de bienestar; Fredrickson, 2001).

El plano social: cooperación y comunidad

Desde los inicios de la humanidad, la cooperación fue imprescindible para sobrevivir. De ella nacieron hitos fundamentales: el código lingüístico —capaz de evocar y manipular mentalmente aquello que no está presente—, los símbolos compartidos y los sentimientos de comunidad.

El intercambio social no solo nos permitió cazar mejor o protegernos, sino también ampliar nuestra mente, prever escenarios, construir relatos colectivos. Al compartir significados y afectos, también surgen consecuencias energéticas con las que uno podría conectarse: pertenencia, solidaridad, esperanza.

Hoy sabemos, además, que la calidad de nuestras relaciones tiene impacto directo en la salud: reduce el estrés, mejora la respuesta inmunológica y prolonga la vida (Harvard Study of Adult Development, Waldinger et al., 2015). La cooperación, lejos de ser un simple recurso de supervivencia, es un factor de bienestar integral.

El plano tecnológico: una cocreación amplificada

La tecnología no es un invento aislado de genios, sino el resultado acumulado de esa misma cooperación social. Desde los primeros códigos de comunicación hasta las más recientes aplicaciones de inteligencia artificial, lo que vemos es la capacidad de la humanidad de proyectar en herramientas externas sus ideas, emociones y necesidades colectivas.

Hoy, el desarrollo tecnológico tiene colateralmente una consecuencia energetic, una nueva forma de entidad creada entre todos. Y, como cualquier entidad colectiva, influye de vuelta en nosotros: condiciona nuestra forma de pensar, trabajar, relacionarnos y hasta de cuidar la salud (la neurociencia social estudia cómo los entornos tecnológicos moldean la atención y las emociones; Lieberman, 2013).

La responsabilidad de cocrear

Aceptar que somos cocreadores implica también reconocer una responsabilidad profunda. Cada pensamiento, cada emoción y cada acción tienen un peso que trasciende lo individual. Algunos de sus efectos son visibles y comprobables —como la mejora de la salud emocional al mantener relaciones positivas—, y otros son más sutiles, como las huellas energéticas de las que hablan distintas tradiciones.