Me encuentro con muchas personas que me preguntan muy a menudo cómo es ir a terapia, ya que nunca lo habían hecho anteriormente. Casi todos tienen las mismas dudas antes de entrar a consulta y la gran mayoría tiene ideas preconcebidas erróneas.
De antemano y sin siquiera hablar una sola palabra y entre otras muchas más cuestiones, lo que muchos desean saber es si se “curarán” en breve, el número exacto de veces que tendrán que asistir, cuánto va a durar su proceso, si es cosa sólo de hablar y si con un par de veces que atiendan ya estará todo hecho… en fin, toda una serie de apreciaciones al más puro estilo hollywoodense que, cual mitos y leyendas urbanas, rodean a la figura del terapeuta y que en nada tienen que ver con la forma de hacer terapia moderna.
Por ello, y con este escrito, pretendo explicar en base a mi experiencia cotidiana cómo es realmente eso de ir a terapia, en qué consiste y qué papel juegan cada uno de sus integrantes: terapeuta y persona que recibe terapia.
Algunos expertos aseguran que los estragos de la Covid-19 durarán años, ya sea de manera directa, mediante la presencia y los efectos del actual coronavirus u otras variantes futuras, o indirecta, afectando gravemente a nuestra forma de vida en el ámbito social, laboral, económico... Sin embargo, por más duro y penoso que resulte todo, no nos queda otra que resistir y levantarnos, pero procurando aprobar la lección correspondiente a la prevención, lección que, una vez más, se ha suspendido en todos sus niveles.
La superficialidad se está instalando de forma generalizada en nuestra forma de vida actual, convirtiéndose en un superficialísimo con múltiples cabezas que nos está acostumbrando a pensar solo en vivir y a vivir sin pensar.
Es bueno y necesario vivir con un ánimo alegre y positivo, disfrutando de los buenos momentos e intentando sentirnos felices, pero la verdadera felicidad debe generarse desde nuestro interior, de forma estable, y no de manera externa y artificial. Como digo en mi libro "El quinto cerebro":
Si la basamos en conseguir objetos, dinero, placer, reconocimiento o éxito de forma inmediata, impulsiva y caprichosa, podemos sufrir el inconveniente de no poder conseguirlo totalmente, de no poder mantenerlo siempre o de perderlo, sintiéndonos frustrados o infelices. También puede suceder que nos cansemos de lo que tenemos y queramos más, necesitando que los estímulos sean cada vez más fuertes para que nos impacten y colmen nuestras ansias.
La nueva normalidad trae consigo no sólo una desescalada en términos de levantamiento de las restricciones sino también una desescalada emocional pues durante estos meses hemos pasado por un sinfín de estados emocionales.
De un día para otro, todo nuestro mundo se paró y la vida se volvió del revés. Así, sin más, sin previo aviso.
Un día hacíamos nuestra vida normal, íbamos a trabajar, llevábamos a nuestros hijos al colegio, sudábamos en el gimnasio, hacíamos planes con nuestros familiares y amigos. Y al día siguiente, nos encontramos confinados en casa con un estado de alarma que sólo nos permitía salir para hacer las compras necesarias de comida e ir al médico.
Recuerdo, como muchos de vosotros, los días previos al estado de alarma, las estanterías de los supermercados vacías, el papel higiénico agotado,...
Nuestra generación nunca se había enfrentado a una situación tan traumática como la que hemos vivido. Muchas de las personas con las que he tenido la ocasión de conversar durante estos largos meses comentan que tenían la sensación de vivir una película de ciencia ficción.
Durante estos meses hemos pasado por un sinfín de emociones que se sucedían a un ritmo vertiginoso según iban avanzando los acontecimientos.