Mi deseo de agradar

Floren Solà
6 Oct 2022 lectura de 7 minutos
Mi deseo de agradar

A todos nos gusta agradar a los demás y sobre todo que nos quieran, pero ese deseo de sentirnos queridos a veces tiene un alto precio.

Cuando actuamos libremente de acuerdo con nuestra manera de sentir, de ser, de pensar y de actuar, sin esperar nada a cambio, de forma natural y sin interpretar ningún rol social, entonces experimentamos lo que podríamos llamar felicidad y nos sentimos queridos y completos. Eso es una filosofía de vida, este ayudar a los demás, sonreír espontáneamente, a pesar de haber tenido un mal día, escuchar atentamente al otro sin estar pensando en lo que voy a decir, apoyar y reconfortar desinteresadamente, eso puede ser inherente a la persona, pero en otros casos es un aprendizaje de años y por lo general lo que se hace es volcarse a los demás esperando que los otros hagan lo mismo por nosotros.

El problema surge cuando todo lo anterior lo hacemos porque siempre nos han dicho que es lo que debemos hacer, lo correcto, si no obramos de esta manera nadie nos va a querer y vamos a acabar solas.

Son palabras duras, que hemos grabado a sangre y fuego en nuestro interior, adoptándolas como un valor a realizar cueste lo que cueste. Y así nos convertimos en la madre protectora y sufridora, la hija cuidadora y exigente, la profesional responsable y perfeccionista, la esposa siempre pendiente y controladora, la amiga que se ofrece a ayudar, pero crítica pero crítica…

Mi deseo de agradar no solo supone un gran coste sino un deterioro personal y emocional devastador.

Cuando adoptamos esa actitud y la convertimos en una parte de nosotras mismas es difícil ampliar la mirada más allá de nuestro ego para escuchar nuestro yo más auténtico, nuestra verdadera esencia, aquello que nos lleva al autocuidado. No olvidemos que una parte importante del autocuidado implica querernos e invertir tiempo en nosotras. Únicamente es cuando miramos hacia dentro que vemos nuestras carencias y el desgaste que supone ese volcarnos a los demás, aquí el tomar decisiones de autocuidado, establecer límites y reorganizar prioridades al mismo tiempo que soltamos responsabilidades que no nos corresponden o no estamos en situación de afrontar, es imperativo.

Cuando este trabajo interno no lo realizamos entramos en una dinámica en la que nosotras ya no contamos, todas las energías van hacia fuera, nos olvidamos de nosotras. Esto acaba por convertirse en un hábito, una forma habitual de ser y actuar. Por supuesto, nos pasará factura. Así, sin darnos cuenta, nos vamos cansando hasta llegar al agotamiento físico y mental, renunciamos a actividades que son importantes para nosotras, renunciamos a salidas con amigos por falta de energía, empezamos con una ansiedad cada vez más evidente y finalmente viene la tristeza, el desánimo y las enfermedades.

A veces no somos ni siquiera capaces de encontrar el motivo de nuestro malestar y lo achacamos a los síntomas echando balones fuera Sin embargo cuando nos paramos y analizamos la situación de forma sincera, cuando miramos hacia dentro, nos damos cuenta de que nos hemos olvidados de nosotras. En este momento es cuando despertamos del largo letargo, tomamos conciencia de la situación, observamos nuestro entorno y somos capaces de decir: “ya es suficiente”.

Es un punto de inflexión que a algunas personas no les llega nunca, pero a otras muchas sí, sobre todo si son capaces de parar y autoobservarse. En este momento se trata de redirigir nuestra energía a querernos, cuidarnos y sanarnos. Darnos cuenta de que vivíamos atrapadas bajo un montón de obligaciones, tareas, cuidados y compromisos, que nos desbordaban llevándonos por un camino angustioso acompañado de síntomas como la ansiedad, el enfado, la tristeza y el resentimiento. Todo ello por asumir unas cargas que no son nuestras. Hemos cargado la mochila y con el tiempo nos hemos insensibilizado a su peso, a la fatiga y el dolor hasta que nos hemos dado cuenta que el cuerpo ya lleva tiempo dándonos avisos. Al final salta la alarma y entendemos el mensaje… ¡o no! Es entonces cuando la enfermedad se hace más patente: depresión, adicciones, fibromialgia, disminución de las defensas, problemas de la tiroides, cáncer. La ansiedad es uno de los primeros síntomas. A veces es necesaria cuando aparece puntualmente ante un estímulo concreto. Su función es avisarnos de situaciones peligrosas. Sentir y atender esta ansiedad, para cambiar aquello que la provoca, es ser responsable. No podemos culpar a la ansiedad de aparecer en nuestro cuerpo porque sería como matar al mensajero por darnos una carta de la cual no nos gusta su mensaje.

Ser la niña buena que tiene que salvar a los demás es un precio muy alto a pagar. Actuar para no decepcionar a los demás, especialmente a quienes más amamos, es un primer paso para sobrecargarnos hasta morir enterradas. Detrás de este rol de “salvadora”

Detrás de un rol de niña buena o de salvadora suele habitar el miedo desesperado a que dejen de querernos y el placer de agradar a quien se quiere. Esto en psicología lo llamamos el beneficio secundario del síntoma, es decir, si un comportamiento se mantiene en la persona, pese a que sea dañino para sí misma, suele ser porque hay algo más potente que refuerza esta conducta. Hacerse cargo de todo implica hacerse imprescindible a la vez que se es apreciada por ello, eso lo podemos detectar en las frases: “si no lo hago yo, no lo hace nadie”, “no sé qué sería de vosotros sin mí” o “cuando deje de hacerlo, ya veréis cómo me echáis de menos”… y por otro lado también implica evitar situaciones o emociones desagradables como el temor a decepcionar a los demás.

Estos roles no se ejercen de forma totalmente consciente, pero ejercen una enorme presión interna y acaban por ahogarnos emocionalmente. En este punto no quedan muchas opciones. Establecer límites y empezar a trabajar con el autocuidado es un buen inicio. Se trata de: “No quiero contrariarte pero tampoco quiero traicionarme”. Cuidarse a una misma y establecer límites requiere también aceptar que podrán generarse decepciones en los demás que estaban acostumbrados a que fuéramos personas complacientes.

En todo este proceso, la asertividad, esa habilidad social de comunicar y defender nuestros derechos e ideas de manera adecuada respetando las de los demás, puede ser nuestra aliada. La asertividad, además está muy relacionada con las habilidades sociales, la autoestima y la valoración que hacemos de nosotras mismas y con el resto de personas con las que interactuamos. Un error muy común es que solemos dejar en manos de los demás el que nos valoren y respeten. Es cierto que hay una parte que depende de los otros, pero el resto nos corresponde a nosotras, del mismo modo que somos nosotras las que debemos poner nuestros límites, de forma clara y saber en todo momento qué cargas queremos asumir, como hacernos respetar y como queremos que nos quieran.

“Quiero amarte sin aferrarme. Apreciarte sin juzgarte. Unirme a ti sin invadirte. Invitarte sin exigirte. Dejarte ir de mi vida sin sentirme culpable. Criticarte sin hacer que te sientas culpable y ayudarte sin ofenderte. Si puedo obtener el mismo trato podremos conocernos verdaderamente y enriquecernos mutuamente.”
Virgina Satir